El arte que aplastó el dinero. Ensayo sobre la vocación de arquitecto
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ARQUITECTURA. EL ARTE QUE APLASTÓ EL DINERO.

Menos.

Cuando uno comienza el largo y sin duda vocacional camino de aprender a ser arquitecto, no presupone que una vez se ponga en manos de un cliente, público o privado, su talento y oficio, deberán dejar paso al mercantilismo, la avaricia, la política y el servilismo intelectual.

Verán que digo “camino vocacional”. Un primer síntoma del deterioro que sufre la profesión es ver como una gran masa de arquitectos, lo son, sin duda, por la posición económica, social y laboral que antaño otorgaba este título. Esto, no discrimina el esfuerzo que sin duda conlleva la carrera de estudios.

Casi ninguna profesión u oficio se desempeña perfectamente en los umbrales de la habilitación para ejercerlos. El tiempo, acompañado de un recorrido profesional intenso, nos dará las verdaderas armas y recursos para desenvolvernos con eficacia e inteligencia.

 

El arquitecto debe ante todo ser un artista. Jamás deberá separarse del mundo de los sueños, de la sensibilidad, del alma, de la emoción, pues en el momento que lo hace, deja de ser un quijote y se convierte en un ventero más.

El artista que crea ciudad, espacios de convivencia, que racionaliza recursos, que innova sin dañar, que mejora la calidad de vida de sus semejantes y por tanto, mejora nuestro planeta, ese es nuestro nada despreciable encargo.

 

Pero estos años pasados, el oficio se convirtió en firma, en honorarios de mercenario, en la capitulación de los sueños.

Como en todos los campos de la vida, los mejores llegan a las más altas cotas en la mayoría de los casos. Pero cuando el oficio no va ligado a méritos y buen trabajo, sino que además aglutina factores como amiguismos políticos, condescendencia, servilismo y corrupción, el resultado del ejercicio profesional da como resultado que no solo hemos desfigurado nuestros perfiles urbanos y paisajísticos, sino que la arquitectura, la buena arquitectura, ha sido esquilmada, mutilada, denostada y sustituida por la vulgaridad, la inhumanidad de espacios, la alteración discordante, la ausencia de belleza y una ingeniería que articula la vivienda, la ciudad y el paisaje como recursos  lucrativos.

 

Otro factor dañino para nuestra profesión ha sido el exceso de ensoñación.

El arquitecto puede ser un soñador, debe serlo. Pero el  impacto social y económico que sus obras infieren en la sociedad no puede alejarse ni un ápice del sentido común.

¿Y qué es el sentido común de un arquitecto?.

El equilibrio entre la ideación, la utilidad y funcionalidad, la realidad económica, el lugar, el medio ambiente, los materiales y la mano de obra nos dará paso al sentido común que debería regir todo proyecto arquitectónico.

 

En las escuelas es muy saludable para la mente y el entrenamiento del futuro arquitecto que comience ideando sin ataduras, sin mirar atrás casi nunca, con frescura. Equivocándose, rehaciendo, deshaciendo. Pero la función social de nuestra profesión nos ensalza y a la vez nos responsabiliza. No seamos sólo creadores que buscan sensaciones y plásticas sin más. Nuestra labor nos exige mucho más, nos exige regalar la utilidad e intemporalidad de nuestro proyecto a los demás.

 

Es cierto que en algunos concursos los jurados valoran mejor las propuestas que en si mismas son las más plásticas, a veces espectaculares, pero las más inasumibles económicamente y con grandes problemas futuros de mantenimiento y deterioro. A todo lo anterior en muchos casos habría que sumarle la ausencia de implantación de lo proyectado, el lugar y el objeto arquitectónico no confluyen, ni siquiera se susurran algo. Cuando un edificio o trama urbana sirve para cualquier lugar, cuando puede ser implantado en cualquier sitio, como si de una prótesis se tratase, tendremos un prototipo ingenieril, factible, en algún caso bello y armonioso, pero no habrá arquitectura en él.

 

Tadao Ando; “La arquitectura es, en última instancia, una cuestión de cómo responder a las demandas del lugar. En otras palabras, la lógica de la arquitectura debe adaptarse a la lógica de la naturaleza….La arquitectura no consiste en la mera manipulación de las formas sino también en la construcción del espacio y sobre todo, en la construcción de un lugar que sirva como base para este espacio. Mi primer paso es siempre la aproximación al terreno…”

 

Estos años de vino y rosas, donde los políticos han jugado a ser faraones, se han proyectado edificios fuera de escala, sin raíz en el lugar, sin una utilidad optimizada y escandalosamente caros.

Un edificio puede ser espectacular, bello, grandioso, incluso caro, si se justifica en si mismo, si su necesidad e implantación, responden a una carencia social y cultural real. La obra arquitectónica, la buena, queda justificada con su sola presencia, pero sobre todo, con el paso del tiempo. En el momento en que un proyecto es intemporal, el objetivo primordial del arquitecto está consumado.

Esto no quiere decir que todas las obras que realicemos sean comprendidas o valoradas correctamente. Han sido muchas las actuaciones de compañeros que han sido denostadas y criticadas y sólo con el paso del tiempo y el buen olfato intelectual de algunas personas fueron comprendidas y ahora admiradas.

El objetivo del artista no es el de agradar o vender prototipos a gusto del mercado. El artista ha de seguir su camino, sin mirar a los lados, firme y sin complejos, en libertad.
Hoy en día hay muy pocos arquitectos libres, es un lujo demasiado caro. Hoy en día hay muy pocos que comprendan la esencia de la arquitectura.

Por tanto, pocos son los libres que hacen arquitectura y pocos los que saben recibirla.

Nuestro oficio, noble oficio, ha perdido el respeto, la admiración y lo que es peor, la complicidad con el cliente y la sociedad. Sin duda, nos lo hemos ganado a pulso. El arquitecto se ha convertido en una marioneta de los promotores poderosos, de los políticos de turno, de acaudalados que necesitan alguien que cubra sus expedientes y elucubraciones.

Muchos de nosotros, nos hemos convertido en burócratas, mini-legisladores, sentados en nuestros sillones de arquitectos municipales. Sólo importa, si tal o cual documento está correcto, si la ordenanza está debidamente justificada, si la coma o el punto….y de paso a ver si trincamos algo.

Es lícito y muy sano que compitamos en concursos o en prestigio y habilidad para conseguir un encargo. No es el camino, la falta de compañerismo real, de unión gremial sin egos ni envidias.

En el ring todos debemos golpear y noquearnos, pero fuera de él, del coliseo, del coso, del necesario espacio de la competencia leal, no debemos ser esa manada de lobos hambrientos, esas putas que se lanzan al que pasa, esos esclavos sin honor y razones.

Cualquier acto de creación artística e intelectual lleva acaparada una fuerte dosis de narcisismo y prepotencia, yo, yo y yo soy el capacitado, el mejor, el elegido, pues yo soy el creador.

 

Es.

¡Qué quimera!. Si existe o no existe. Si hay alguna razón de ser.

La verdad es que con los años y sólo con los años, nuestra mente, ya acompañada de un renqueante cuerpo algo encorvado por la sumisión al flagelo del tiempo, es capaz de mirar por fin, una parte del bosque. Quizá entonces  la serenidad ha sustituido esas ansias de felicidad que no hacían sino angustiar nuestro alma con la constante espera. Y así, la concepción del espacio, de las necesidades reales humanas, de la propia existencia, se pone tras otros prismas y la arquitectura que uno soñaba, que anhelaba como el dogma, como el maná que saciaría al dragón de la sociedad, se remansa en un lago de aguas claras.

A cada soplo de aire, el agua se balancea en múltiples olas que destellan por el reflejo del sol. Ese sol que siempre estuvo ahí, pero que casi nunca miramos.

Ser consciente de todos los destellos es la clave.

Volvamos a la arquitectura escalada con el hombre, con la mirada del abuelo que observa corretear a su nieto desde el jardín, con la que se une en simbiosis con la naturaleza y es en si misma una energía positiva que nos ayude a encontrarnos con nosotros mismos. Fuera mercantilismos, modas deshumanizadas, criterios arbitrarios.

Cualquier forma, cualquier diseño puede ser. Pero será si proviene del reflejo de la caverna de los seres reales y no de la ficción del mundo de lo inmediato.

La arquitectura es parte del halo de energía que envuelve al ser humano y por tanto no debe ser una carga sino un alimento del alma.

 

Más.

Sumar es añadir. La acción de construir es añadir, modificar el entorno existente, dejando una huella a veces para siempre en lo que fue.

El arquitecto, con su obra, debe mejorar el entorno, la relación entre individuos, la calidad de vida del lienzo sobre el que actúa. Su responsabilidad social es infinita.

 

Más amor y honestidad en nuestro trabajo.

Más implicación social.

Más naturaleza.

Más, como fin del proceso creativo y constructivo.

 

 

Seamos más quijotes.

 

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